ANTONIO LÓPEZ | Tungsteno
El famoso escritor de ciencia ficción Arthur C. Clarke (1917-2008) era aún un desconocido de apenas 28 años cuando escribió dos artículos científicos que le harían ganarse el título de padre de las comunicaciones por satélite. Uno de ellos era una carta de circulación privada y el otro, publicado en la revista Wireless World, explicaba cómo los satélites artificiales podían revolucionar los sistemas de comunicación si utilizaban una órbita concreta: la órbita geoestacionaria.
Si los satélites se colocan en una órbita que, a una altura de 35.786 kilómetros sobre la superficie terrestre, coincida con la línea del Ecuador, se moverán a una velocidad constante, similar a la de la Tierra. De esta manera, estarían sincronizados con nuestro planeta y, a efectos prácticos, en contacto (visual) constante con un área fija del mismo (como si nuestro satélite natural, la Luna, no se moviese nunca de una posición fija en el cielo). Este sistema es el que hoy en día se utiliza no solo para telecomunicaciones, sino también para los satélites geoestacionarios que monitorizan el clima y que permiten hacer predicciones meteorológicas, detectar incendios o controlar las nubes de ceniza volcánica.
El primer satélite que alcanzó la órbita Clarke, el Syncom 3, permitió la retransmisión televisiva en directo de los Juegos Olímpicos de Tokio en 1964. Crédito: NASA.
Precursor de la órbita geoestacionaria
Aunque Clarke no fue el primero en proponer la idea de la órbita geoestacionaria (GEO por sus siglas en inglés), sí fue el responsable de su popularización. Como reconocimiento a un pensador audaz —que se adelantó 12 años al Sputnik (el primer satélite artificial en órbita) y 17 años al primero que permitía transmitir por televisión, el Telstar 1— a esa franja imaginaria única se la conoce hoy como la órbita Clarke.
Clarke pensó que la ubicación específica de la órbita geoestacionaria (donde la inclinación es de cero grados con respecto a la superficie terrestre) permitiría a los satélites de comunicaciones enviar señales en línea recta a una antena fija en la Tierra, un sistema que permite optimizar recursos y abaratar costes. Así funciona, por ejemplo, la televisión por cable, cuyas estaciones locales redifusoras también reciben señales desde el espacio a través de antenas parabólicas y luego las distribuyen por cable hasta los hogares.
Sin embargo, la órbita Clarke no es infinita y, aunque actualmente la ocupan cientos de satélites, alrededor de la Tierra orbitan un total de 9.869 satélites artificiales, según los datos oficiales del mes de septiembre de la Oficina de las Naciones Unidas para Asuntos del Espacio Ultraterrestre (UNOOSA). Para aprovechar las ventajas de la órbita Clarke, se ha definido una zona periférica en la que los satélites oscilan en vertical: el cinturón de Clarke. Esta zona alberga un conjunto de órbitas geosíncronas (GSO por sus siglas en inglés) en las que los satélites sí tienen una inclinación variable sobre la Tierra.
El primer satélite lanzado por la NASA que consiguió alcanzar una órbita geostacionaria fue el Syncom 3, lanzado el 19 de agosto de 1964. Un años antes, el Syncom 1 y 2 (lanzados el 14 de febrero y 26 de julio respectivamente) habían alcanzaron órbitas geosíncronas. Habían pasado casi 20 años desde que Clarke describiera la idea. Ese mismo año, los Juegos Olímpicos se retransmitían por primera vez en directo: la ceremonia inaugural de Tokyo '64 pudo verse casi al instante en América y Europa, algo que pocos años antes resultaba difícil de imaginar, gracias a la recién nacida tecnología de los satélites de telecomunicaciones.
El sistema ideado por Clarke hizo posible la retransmisión en directo de la llegada del hombre a la Luna, gracias al satélite de comunicaciones Intelsat I. Crédito: NASA.
De monitorizar el clima a comunicar con el espacio exterior
Estos satélites son, sin duda, una herramienta clave para muchas de las tecnologías que utilizamos en nuestra vida diaria, y también un instrumento esencial para los científicos. Los satélites geoestacionarios permiten hacer un seguimiento exacto del clima espacial y mejorar la predicción de tormentas geomagnéticas o llamaradas solares capaces de interrumpir las comunicaciones. Además, estos satélites están empezando a utilizarse para mejorar y corregir la precisión y disponibilidad de los sistemas de navegación, como el GPS. Compensan los fallos que registran los navegadores mediante señales amplificadas a través de los SBAS (sistema de aumento basado en satélites). Los satélites geoestacionarios son fundamentales también para monitorizar el clima terrestre y anticipar el desarrollo de tormentas eléctricas severas o evaluar la calidad del aire. Incluso la NASA utiliza satélites geosincrónicos para comunicar la Tierra con el transbordador espacial o el telescopio espacial Hubble.
Arthur C. Clarke terminó siendo un consagrado escritor, además de físico, matemático y divulgador científico. Incluso ejerció de guionista junto a Stanley Kubrick en la película "2001: una odisea en el espacio" (1968), una de las obras maestras de la ciencia ficción. A la vez que imaginaba mundos futuros, Clarke siguió destacando por su capacidad de anticiparse a la historia, ya que su idea del ascensor espacial, popularizada en la novela "Las fuentes del paraíso" (1979), cuenta actualmente con el respaldo de la ciencia. Su repercusión científica y cultural son innegables, pero su influencia guió a la civilización humana mucho más lejos: su obra “La exploración del espacio” (1951), fue utilizada por el diseñador de cohetes de la NASA Wernher von Braun para convencer a John F. Kennedy de que los estadounidenses debían, y podían, ir a la Luna. De hecho, las imágenes del primer alunizaje de la historia llegaron en directo a los hogares de todo el mundo gracias a un satélite de comunicaciones, el Intelsat I. El mayor evento televisivo de la historia del siglo XX se hizo realidad gracias al sistema que Clarke había ideado.
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